Jorge Palacios Alvear

A las puertas de un cuarto de siglo desde el inicio de la llamada «Revolución Bolivariana», Venezuela se encuentra en un cruce de caminos que evidencia tanto su potencial como su tragedia. Un país con paisajes que quitan el aliento, una riqueza cultural envidiable y recursos naturales que podrían situarlo entre los más prósperos del mundo, hoy enfrenta un presente sombrío y un futuro incierto.

 

Los herederos de Hugo Chávez, encabezados por Nicolás Maduro, han convertido esa “revolución” en una caricatura de sí misma, desdibujando cualquier vestigio de justicia social que prometieron. Sin embargo, señalar únicamente al gobierno sería simplista. La oposición, dividida y cooptada, también ha jugado un papel crucial en perpetuar el sufrimiento de un pueblo que, día tras día, lucha por sobrevivir. Entre pactos secretos, intereses económicos y un discurso vacío, gobierno y oposición parecen haber encontrado un equilibrio perverso: repartirse el país mientras las mayorías permanecen sumidas en la pobreza y la desesperanza.

La política en Venezuela ha dejado de ser una herramienta de cambio social para convertirse en un juego de poder donde los intereses personales prevalecen sobre el bienestar colectivo.

 

Con más de 30 millones de habitantes, la diáspora venezolana supera los 8 millones, un éxodo que refleja la desesperanza y el descontento de una población que busca nuevas oportunidades en el extranjero. Aquellos que permanecen en el país están divididos: una parte significativa pertenece a la tercera edad, que ha visto desmoronarse sus sueños; otros, leales al régimen, se aferran a la ideología que los ha alimentado con migajas; y una porción más se conforma con las remesas que llegan desde el exterior, una tabla de salvación en un mar de iniquidades.

El drama venezolano va más allá de la economía o la política: es una crisis moral. Un dictador que no cede el poder, una cúpula militar cómplice, y un pueblo resignado o atemorizado se combinan para formar un círculo vicioso del cual parece imposible salir. Mientras no haya una verdadera unión cívico-militar, que supere las diferencias y apunte hacia una transformación real, Venezuela continuará en esta especie de limbo, atrapada entre sus sueños de grandeza y la pesadilla de su presente.

 

La realidad es que no habrá un cambio significativo mientras el pueblo no se levante junto a las fuerzas armadas, un escenario que parece lejano en un contexto donde el miedo ha sido cultivado meticulosamente. Los militares, que han jugado un papel crucial en la perpetuación del régimen, son a la vez guardianes de un sistema que les otorga privilegios y, por ende, cómplices de una dictadura que se niega a ceder el poder.

 

La historia de Venezuela está lejos de concluir, pero el desenlace dependerá de la capacidad de sus ciudadanos para levantarse y reclamar lo que por derecho les pertenece: su dignidad y su libertad.

Hasta ahora, las respuestas han sido insuficientes, y el tiempo sigue jugando a favor de aquellos que se aferran al poder a costa del sufrimiento colectivo.

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