Ecuador vive una crisis de seguridad que no se detiene, aunque una buena parte del país se encuentra bajo estado de excepción.
Entre enero y septiembre de 2025 se registraron 6 797 homicidios intencionales, 36% más que en el mismo periodo del año anterior. Esto lo ubica como el año más violento desde 2014, que hay datos oficiales del Ministerio del Interior.
El incremento de crímenes violentos confirma que las medidas extraordinarias no están logrando frenar la violencia.
La paradoja es evidente. Las provincias donde el Gobierno ha decretado más estados de excepción, como Guayas, Manabí, Los Ríos, El Oro, son también las que concentran las mayores tasas de homicidios por cada 100 mil habitantes.
Los niveles de criminalidad se mantienen e incluso crecen en zonas donde antes se registraba bajos niveles de homicidios, como Cotopaxi y Pastaza. El mapa de los asesinatos y homicidios revela un patrón: la violencia no se reduce, se desplaza.
El estado de excepción se ha convertido en una respuesta inmediata, pero sin resultados sostenibles en el tiempo. Desde noviembre de 2023 hasta acá hay por lo menos 16 estados de excepción. Con esto aumenta la presencia militar, se restringen derechos, se ejecutan operativos visibles. Sin embargo, el crimen organizado demuestra una capacidad de adaptación que supera el efecto de los decretos.
La inseguridad se alimenta de un contexto más profundo: pobreza estructural, falta de empleo, reclutamiento de jóvenes, tráfico de armas y un sistema judicial que se queda corto.
Los datos también reflejan un cambio inquietante. Crecen los homicidios de niños, adolescentes y jóvenes en edad productiva y las armas de fuego son el medio más común. A pesar de los esfuerzos operativos, el país vive una expansión del armamento ilegal que desafía el control estatal.
Las cifras muestran que la violencia se ha normalizado al mismo ritmo en que se ha normalizado el estado de excepción.
El país necesita pasar de la excepción al estado de estrategia. No se trata solo de desplegar fuerza pública, sino de aplicar inteligencia criminal, seguimiento financiero y judicial a las redes que sostienen el negocio del narcotráfico.
El control debe ir acompañado de políticas de prevención social, atención a comunidades vulnerables, acompañar planes de contención que nazcan junto con sus propios habitantes.
Utilizar los datos por provincia para diseñar intervenciones específicas (no genéricas) y transparentes.
Reforzar el sistema de justicia para que los homicidios no queden en la impunidad.
Evaluar rigurosamente los estados de excepción: ¿Qué indicadores miden?, ¿Cuándo se levantan?, ¿Qué recursos extras requieren?
El incremento de homicidios es un grito de advertencia. Ningún decreto sustituye una política sostenida con planes estratégicos. El ciudadano común necesita recuperar su derecho a la convivencia sin miedo y que la excepción deje de ser el modo cotidiano de seguridad.

