Jorge Palacios Alvear
El telón se ha alzado y el gran carnaval politiquero ha comenzado en Ecuador. Como si de una tragicomedia se tratase, las calles, las pantallas y las redes sociales se convierten en el escenario de un espectáculo que combina promesas efímeras, coreografías ridículas y discursos que parecen calcados de libretos añejos. Aquí, cualquier payasada es válida si garantiza un voto, y los protagonistas no escatiman esfuerzos para captar la atención de un pueblo que, lamentablemente, ha sido acostumbrado a este lamentable circo político.
Candidatos y candidatas, incluyendo al actual presidente que busca la reelección, no dudan en enfundarse en el papel de «artistas» improvisados, mostrando movimientos de baile que oscilan entre lo pintoresco y lo bochornoso. Las redes sociales, ese tribunal moderno de la opinión pública, se llenan de videos que van desde piruetas desafinadas hasta intentos fallidos de conectar con las masas a través de eslóganes carentes de sustancia. Pero lo más alarmante no es la ejecución de estas actuaciones, sino la reacción del público: risas, aplausos y likes que, en muchos casos, se convierten en votos.
El repertorio de promesas electorales, tan abultado como carente de credibilidad, vuelve a resonar en los oídos de un pueblo que parece condenado a la amnesia colectiva. Prometen seguridad, empleo, educación, salud y un futuro mejor, aunque la realidad dicta que estas palabras rara vez se traducen en acciones concretas. Sin embargo, el pueblo, golpeado por la pobreza y la falta de oportunidades, se aferra a la esperanza como único salvavidas, aun cuando esté hecho de humo.
La verdadera tragedia radica en la indiferencia o, peor aún, en la resignación con la que muchos observan este espectáculo. Mientras los politiqueros afinan sus discursos vacíos y ensayan sus pasos de baile, la desigualdad, la inseguridad y la falta de progreso real continúan como telón de fondo. Y mientras tanto, Ecuador, un país rico en cultura, recursos y talento, sigue atrapado en un ciclo de mediocridad que no parece tener fin.
Es momento de cuestionar, de exigir más que piruetas y promesas vacías. Porque, al final del carnaval, el maquillaje se desvanece, los disfraces caen y solo queda la realidad.
Mi pobre Ecuador, ¿qué será de tu futuro si seguimos aplaudiendo las ridiculeces de quienes se burlan de tu nobleza y esperanza?
El cambio no llegará desde los escenarios del populismo, sino desde la conciencia de un pueblo que decida no aplaudir más al payaso, sino elegir al líder.